El
reservorio de dominicanidad, de lo poco que queda acumulado, lo constituye el
campo, porque en los núcleos poblacionales urbanos parece ser que los rasgos criollos,
más que en orgullo se han convertido en vergüenza.
La cultura
campesina dominicana es una gama de tradiciones hermosas, de costumbre sanas,
acciones que invitan a la solidaridad, a la convivencia pacífica, en fin,
nuestros campos albergan lo que queda de identidad cultural netamente
dominicana.
Los
responsables en gran medida de que los rasgos culturales dominicanos sean
todavía parte de nuestro patrimonio son nuestros mayores, quienes, contrario a
lo que ahora acontece, sienten profundo orgullo de exhibir nuestra identidad
cultural.
Y hablando de
nuestros mayores, en el paraje El Tanque, anterior sección La Salvia (hoy
Distrito Municipal la Salvia, Los Quemados y Blanco), vivieron dos seres
humanos extraordinarios: Mima (Máxima Canela Plasencia) y Sobí (Miguel Ángel
Rodríguez Delgadillo), quienes procrearon una familia maravillosa, compuesta en
la actualidad por enfermeras (Carolina y Fidencia), chef (Paulino), maestra
(Silvia), deportistas-pioneras del softbol de Bonao con el maestro Eliooth
Rosario (Emelda y Silvia), ebanista (Juan), agricultor (Julián) y Julio Colón
–nieto, hijo de Julián (apicultor).
Máxima
Canela Plasencia y Miguel Ángel Rodríguez Delgadillo, a quienes en este
artículo identificaremos como Mima y Sobí, constituyeron un verdadero receptáculo
de las tradiciones propias del campo dominicano. Su casa era un lugar asiduo de
visitas, no solo por el interés que despertaban sus hermosas hijas, sino
también por lo agradable del trato de estos bondadosos ancianos: juguetones,
risueños, afables en el trato y receptivos. Vivían siempre alegres.
Permítanme
escribirles primero sobre Sobí, quien llegó al paraje El Tanque procedente de
Boca de Juma, ya que su padre Miguel María Rodríguez hubo de vender
forzosamente su predio a José Arismendi Trujillo Molina (Petán); con el dinero
recibido en su calidad de hijo del vendedor, Sobí compró su finquita en La
Salvia.

óyeme mi negra (oé)
corazón bendito
óyeme, mi negra
corazón bendito
no le des disgusto
a tu papacito
no le des disgusto
a tu papacito
Eh,... oh...
ay, Lolita, oh...”
ay, Lolita, oh...”
(Canto de hacha, Francisco Ulloa)
Está fijo
en mi mente cuando Sobí, al caer la tarde, luciendo sus lentes oscuros, tomaba
su acordeón y cantaba al compás del instrumento de origen alemán, merengues
típicos, música vernácula, aquella que nos habla de la conquista amorosa, del
surco recién abierto, de las fiestas, en fin, el esposo de Mima, alegraba
a los vecinos con su acordeón; tenía gracia al cantar y se apostaba frente al
plegable instrumento sonoro con estilo: era un virtuoso de la música de tierra
adentro.
Nos
recuerda el señor Paulino Rodríguez Canela (Niño), el benjamín de la familia
Rodríguez Canela, que la pieza favorita de Sobí cuando tomaba el acordeón era
“María bonita”, original del compositor Mexicano Agustín Lara; la cual su padre
interpretaba magistralmente. Otra habilidad de este proverbial hombre de campo
que es oportuno señalar es una muy particular: acontece que cuando en la
comunidad de El Tanque se presentaba un velorio, Sobí se encargaba de hacer los
rezos y de fabricar la caja del difunto.
Miguel
Ángel Rodríguez Delgadillo, quien partiera de este mundo un 8 de marzo del
1995, fue un estandarte de la cultura campesina, declamaba décimas, y era muy
fiel a las tradiciones religiosas, tarea en la cual recibía el apoyo de Mima,
quien siempre estaba preocupada por la pérdida de tradiciones como el canto a
las flores de mayo.
Esto último
me crea las condiciones expeditas para hablarles de un personaje excepcional, un
ser humano que parece fue hecho para alegrar la vida de todo aquel que se le
acercaba: Mima (Máxima Canela Plasencia), quien partió de este mundo a reunirse
con su amado Sobí el 23 de enero del 2013.
Mima casi no
se enojaba. No recuerdo haberla visto encolerizada, y mucho menos con nosotros
los niños y adolescentes del entorno de esa época. Mima tenía siempre una
sonrisa. A nosotros nos gustaba estar cerca de ella, nos hacía bromas de “todos
los tipos y colores”, desde tirarnos agua fría, halarnos las orejas, llamarnos
por motes creados por ella… Si intento hacer el inventario de las bromas de
Doña Mima nunca tocaría el final, era la alegría personificada.
Las flores
de Mima no es posible olvidarlas, porque nosotros, mi hermano Freddy y yo,
éramos quienes oficialmente las mojábamos. Las había de todas las variedades: anturios,
azucenas, orquídeas, rosas, hortensias, margaritas, lirios, cayenas, en fin,
eran dos hermosos jardines a ambos lados de la casa, y como cerca de la misma
pasaba una regola, tomábamos el agua de allí. Era menester tener mucho cuidado
al dispensarle agua a las flores, pues Mima se mantenía vigilante. A veces al
represar la regola, se desbordaba el agua por todo el patio, aquello era
frecuente. El de Mima era el jardín más hermoso de esa comarca; ella se
esmeraba al cuidarlo, le hacía canaletas internas para también hacer circular
el agua cuando era necesario y oquedades dispensas por todo el jardín para
almacenar agua y facilitar el baño de las flores. Bueno, nunca terminaría de
hablarles de las flores de Mima. Aunque debo decirles que nuestro pago por
aquel trabajo era limones dulces y naranjas valencianas. De estas últimas, para
suerte de ella, solo había en su patio.
Mima será
inolvidable. Recuerdo cuando se propuso como objetivo aprender a montar
bicicleta. Dios mío! Aquello fue un espectáculo: Mima dando bandazos
(describiendo una marcha zigzagueante). Creo que para aquella tarea eligió una
bicicleta Rodeo o Chopper; no está vivo en mi mente si ella pudo terminar con
éxitos esa proeza.
No puedo
tocar el final de esta estampa sin antes rememorar una de las bromas más
socorridas de Doña Mima. Acontece que en época de la cosecha de mangos, Mima le
preparaba a quienes le visitaban un saco con mangos, pero en verdad, el saco
estaba lleno de piedras con dos o tres mangos, y cuando el regalo era abierto
por la persona al llegar a casa, entonces veía la sorpresa.
Mima era
ferviente creyente católica, rezaba el rosario junto a Sobí, quien en esas
lides tampoco se quedaba atrás; era muy ceremoniosa o formal con la práctica de
su culto, y se mostraba reacia ante las transformaciones que experimentaban las
actividades religiosas. Tenía una amplia colección de cantos religiosos que
entonaba frecuentemente:
“El
trece de mayo
El trece de mayo
la Virgen María
bajó de los cielos
a Cova de Iría.
Ave, Ave, Ave María
Ave, Ave, Ave María.
A tres pastorcitos
la madre de Dios
descubre el misterio
de su corazón.”
El trece de mayo
la Virgen María
bajó de los cielos
a Cova de Iría.
Ave, Ave, Ave María
Ave, Ave, Ave María.
A tres pastorcitos
la madre de Dios
descubre el misterio
de su corazón.”
Como era
dueña de una personalidad vivaracha, desinhibida, alegre, franca, se tornaba
muy conversadora y lo hacía con todos: niños, adolescentes, adultos. Un tanto
diferente era Sobí, éste era parco, de ahí que sus caracteres lograron
amoldarse perfectamente.
Mima era
una declamadora repentista y tenía una colección inestimable de décimas,
algunas de ellas forjadas para el momento y la ocasión.
El recuerdo
de esta pareja será eterno, imborrable, por eso cuando paso frente a su casa me
asalta la nostalgia y me parece ver a Sobí frente a su acordeón haciendo más ameno
el final de cada jornada de trabajo, respondiendo el saludo
afectuosamente, dispensando alguna expresión graciosa.
Me parece
oír a Mima, siempre dispuesta para la alegría, para compartir lo poco que tenía
con quien tuviera la necesidad de consumirlo, activa en eso de jugarle una
chanza a cualquiera. Parte de nuestra alegría se fue también con ellos.
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