jueves, 6 de febrero de 2014

Acerca de la vulgaridad

No camina lejos de la verdad quien proclama que en la hora que nos ha tocado vivir nada diera la impresión de propagarse con celeridad más contagiosa y ofensiva que la plebeyez, la inconveniencia y la procacidad. Esta es la era de la inurbanidad y la indecencia. Sólo prospera lo vulgar; sólo la incivilidad tiene garantizada la adhesión incondicional de la muchedumbre, el estruendoso aplauso del hombre del común. Arrecia la zafiedad; cunde el mal gusto; hunden raíces casi imposible de extirpar los malos modos y la rusticidad y la insolencia. Sólo se hace bien quisto de las masas quien ocurre a los desconsiderados ademanes de la irrespetuosidad y la grosería. Según es de ver, la descortesía, ausencia de tacto e incultura han triunfado en todos los frentes, niveles y capas del conglomerado social. Prolifera lo asqueroso, lo rastrero. El punto de vista a pie de tierra es el único que goza de segura y siempre recrudecida aceptación. Lo chocarrero y ramplón están a la orden del día; la infecciosa pandemia de la desvergüenza y el descomedimiento se extiende, irrefrenable, por doquier, y si de algo podemos hacer cuenta es de que aún no se ha inventado la vacuna que logre contrarrestar su nocividad y estragamiento…
Esta es la era de la vulgaridad. Por lo que toca a la convivencia y trato de la gente, la impudencia es el común denominador; no existe desafuero de gesto o de palabra que no haya sido acogida por la impertinente turba con entusiasta beneplácito; se han invertido los valores: ahora, si a las evidencias me remito, la patanería es codiciable virtud, la descompostura y la aspereza, cualidades que, para congraciarnos con los que nos rodean, procede cultivar. Al ideal, al espíritu, le han amputado las alas, ya no consigue levantarse del suelo. La vida se ha vuelto chata como una lámina de zinc. Todo espesor existencial y bizarría han sido definitivamente desechados como quien, lanzándolos al basurero, se desprende de trastos inservibles. Impera lo prosaico. La perversión universal del gusto es hecho que no requiere de otra comprobación que una simple mirada. No hay impudor ni suciedad ni torpeza que no logren hacerse con el favor unánime de la vociferante cáfila; lo sórdido es la regla; la fetidez y la inmundicia, lo que por sobre todas las cosas apetece la insaciable y desaseada multitud.
 ¿A dónde huyeron gentileza y decoro? Y la amabilidad y deferencia ¿en qué gruta sombría han debido ocultarse? La hidalguía, la gracia, el donaire ¿dónde hallaron refugio que ni siquiera huellas dejaron de su abrupta escapatoria hacia quién sabe qué horizontes remotos? La galanura y el encanto ¿acaso se arrastran por el polvo resignados a que los aplasten las herradas botas del oprobioso menosprecio? Hasta donde alcanza a percibir el autor de estas líneas, nada galante ni risueño se vislumbra por lo que concierne a la conducta de la bellaca plebe… No piensa ella, embiste; no habla, aúlla; no crea, desluce, empaña, contamina; no aspira al impoluto azul de las alturas donde la nieve de las erguidas cumbres brinda al cóndor amparo, pues sólo le complacen las emanaciones pestilentes de la sentina.
 Esta es la era de la vulgaridad. El señorío y la corrección brillan por su ausencia. El atildamiento, la galanía expresiones son que, acaso para siempre, han desaparecido, trasnochadas y vetustas maneras con las que es casi imposible topar por más que pongamos nuestro conato en dar con ellas. Tal es la realidad. Redobla y se fortalece cuanto de putrefacto, sórdido y degradado cabe imaginar. Y el alma, o lo que resta de ella, desfallece y marchita.
 El desolador panorama que acabo de describir en términos -no lo discutiré- nada mesurados, sería ingenuidad de a libra esperar se recupere o mejore en un mañana más o menos lejano. Si algo podemos tener por cosa averiguada es que el grueso de la hodierna población mundial perseverará en la ruindad, la incivilidad y el impudor. Porque en los días que corren (y harto me temo que en los que el porvenir nos reserva) sólo medran, sólo prevalecen los temperamentos refractarios al ósculo de la belleza y al afinado compás de la armonía. Lo abyecto, lo soez han acampado en el alma de cada un individuo y no de manera transitoria, sino con la mira puesta en emplazarse y permanecer.
 Ahora bien, si en modales de tan despreciable estofa está incurso -con irrisorias excepciones- el conjunto de la sociedad, dificulto que un quídam aparezca de súbito que en medio de semejante exaltación de la torpeza tenga el tupé de reconvenirme por sostener, como en efecto declaro y ratifico, que las penurias de la mala educación conciernen en medida considerable a las más jóvenes generaciones, cuyos miembros no absorbieron sanas costumbres domésticas por ser vástagos de hogares rotos y disfuncionales, que tampoco recibieron adecuada educación cívica en centros escolares carentes de todo y, en particular, de maestros lúcidos y abnegados, que sufrieron en medida nunca antes experimentada el bombardeo obsesivo de la bazofia audiovisual mediática que la sofisticada tecnología de la comunicación satelital moderna difunde por toda la faz del globo. Y lo peor del caso -al menos para quien estos desencajados renglones borrajea- es que hasta las muchachas en flor, las adolescentes, las lindas y dicharacheras jóvenes de quienes es lícito suponer un comportamiento tierno, suave, decoroso, afín a las seductoras proclividades de su sexo y por demás ajeno a las formas atentatorias de la desatada inverecundia, con regocijo digno de mejor causa, al igual que sus congéneres masculinos, emplean modos y lenguaje de tan insalubre traza que antes creeríamos que las que así se comportan no son espabiladas quinceañeras sino marineros toscos que en taberna de muelle, entre tahúres y rameras, vomitan descompuestas blasfemias.
 Esta es la era de la vulgaridad. El arte, la poesía han sido sus primeras víctimas. Hoy no se escucha música, que lo que machaca los oídos no pasa de ser ruido acompasado; no se baila tampoco, sino que se impone la acrobacia gimnástica o el movimiento obsceno que remeda las convulsiones de la cópula; y por lo que atañe al cine y al teatro inútil sería empeñarnos en rastrear producciones de hondura y estético linaje: sólo tropezaremos con obras que oscilan entre lo trivial y lo ofensivo, entre lo mostrenco y lo escabroso. ¿Pintura? ¿Qué es eso?... En el mejor de los casos se embarran telas. Y por lo que hace a la escultura, un montón de estiércol iluminado en medio de la acogedora sala del museo sustituye con ventaja a la "Pieta" de Miguel Ángel o a "El beso" de Rodin.
 Esta es la era de la vulgaridad. Carece de prestigio la elegancia. La distinción no tiene valedores. Lexpresión cortés y afable es materia de escarnio. A la delicadeza se la reputa afeminada. La galanura es primor anticuado que para la sensibilidad contemporánea ha perdido por entero su atractivo. "Nobleza" es vocablo erradicado del orbe coloquial, que sólo en el diccionario halla refugio. La gracia, la finura, el buen gusto han hecho mutis por el foro… El escenario estaría vacío si no fuera porque el cortejo de la ordinariez lo ocupa y desde allí pretende entretenernos con sus muecas… Pero esas muecas no me divierten; les doy la espalda y con el enojo y el asco a cuestas, contra viento y marea, prosigo mi camino.
 

dmaybar@yahoo.com

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