Álex no puede más.
Tiene treinta y dos años y lleva tres “cuidando” de su pareja enferma. La
situación ha llegado a un límite tan elevado que a media mañana en el trabajo,
justo en el descanso matutino donde cuerpo y alma se relajan hasta límites
insospechados, confiesa a su compañero de trabajo más cercano:
- Sabes. No puedo
más. Abandono. Tiro la toalla.
Su colega Pedro, casi
sin inmutarse, le contesta con tono relajado y seguro:
- ¿Tirar la toalla?
¿Y si la utilizas para secarte el sudor y continuar hacía adelante?
Esa tarde Álex volvió
a casa con una sonrisa en su rostro y una alegría en su espíritu. Escuchar esas
palabras en boca de otra persona fueron la inyección que necesitaba su corazón
enfermo. Pero pese a su recomendación, se dejó llevar por el instinto y por la
euforia. Justo antes de entrar en su hogar y poder encontrase con su amada,
finalmente tiró la toalla, pero no fue ni mucho menos para rendirse. En el
último momento pensó que no era necesario ningún elemento. Descubrió que pese a
que miles de gotas de sudor intentaran cegar su vista, nunca jamás conseguirían
separarlo de su esposa. Que pese a que no tuviera ningún paño para calmar su
sudoración, sus manos le bastarían para continuar avanzando. Que uno aprende a
amar no cuando encuentra a la persona perfecta, sino cuando aprende a creer en
las virtudes de una persona imperfecta. Y fue en el encuentro con su querida
que le dijo:
- “No cambiaría un
minuto de ayer contigo por cien años de vida sin ti”.-
Supo en ese instante
que en la vida de una persona sólo hay dos días importantes: Uno el día que
naces y otro el día que descubres para qué.
Por Raül Romero -
Equipo Brújula
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