Camilo José de Cela y Trulock, I marqués de Iria Flavia,
(Iria Flavia, Padrón, La Coruña, 11 de mayo de 1916 – Madrid, 17 de enero de
2002) fue un escritor español. Autor prolífico (como novelista, periodista,
ensayista, editor de revistas literarias, conferenciante...), fue académico de
la Real Academia Española durante 45 años y galardonado, entre otros, con el
Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1987, el Premio Nobel de
Literatura en 1989, y el Premio Cervantes en 1995. Por sus méritos literarios,
en 1996 el rey Juan Carlos I le otorgó el Marquesado de Iria Flavia, creado ex
profeso.
En su amplia producción narrativa resaltan dos
extraordinarias y bien ponderadas novelas: “La familia de Pascual Duarte” y “La
colmena”, esta última llevada al cine bajo la dirección de Mario Camus (1982),
en la misma actuó el propio Cela como
guionista y actor.
Murió el 17 de enero de 2002 a los 85 años. Sus últimas
palabras fueron: ¡Viva Iria Flavia!
Quiero compartir con ustedes el
cuento CERTIFICADO DE RESIDENCIA, de la autoría de Camilo José Cela:
El hombre bajó trabajosamente del automóvil. Entre su pierna
derecha escayolada desde el tobillo a la ingle, el embarazo de las muletas y el
peso de una cartera de mano colgándole del cuello, no le resultaba fácil
moverse. El chofer del taxi, solícito, le ayudó. La compasión es uno de los
últimos reductos que les quedan a las buenas formas.
Renqueante, con una
impericia que quedaba confirmada por la blancura del yeso recién puesto, el
hombre llegó hasta el mostrador de facturación. Sujetando ambas muletas con una
sola mano, ayudándose con los dientes y manteniendo un equilibrio precario,
logró sacar su billete de la cartera. Se lo extendió a la azafata.
-A Málaga, señorita.
No llevo equipaje.
La azafata ni
siquiera levantó la mirada de la pantalla de su computadora. Le preguntó, en el
tono más automático existente.
-¿Asiento de fumador
o de no fumador?
-Me da lo mismo.
Preferiría, si pudiera ser, uno de los de la ventanilla de emergencia.
La sonrisa le salió
adecuadamente dolorosa.
-Es que llevo la
pierna enyesada, ¿sabe?, y en esa fila hay más sitio.
La azafata dejó, por
primera vez, su rutina para mirarle bien: las muletas, el pantalón cortado a lo
largo de toda la escayola y sujeto luego con unas pulcras cintas, la cara de
circunstancias… Su contestación sonó como una riña, como si el pasajero estuviese
invocando unos privilegios absurdos.
-Está prohibido. La
fila de emergencia debe quedar libre de obstáculos: lo dice el reglamento de
vuelo.
-Vaya por Dios…
Bueno, deme lo que sea.
La azafata le
interrumpió; no había acabado con los aspectos reglamentarios.
-Hay otra cosa. Va a
tener que pagar otro billete.
-¿Otro billete? ¿Y
por qué?
-Por la pierna.
Tendrá que ponerla de costado y necesitará que se deje libre el asiento de al
lado.
-Pero, señorita, yo
no tengo la culpa de habérmela roto, ¿sabe?
El gesto de severidad
de la mujer se acentuó.
-Supongo que no
creerá usted que es la compañía la culpable.
-No, claro que no. La
culpa la tiene el que hiele por la noche, o el que me invitasen a cenar fuera
justamente anteayer, que malditas las ganas que tenía. O Dios omnipresente, si
lo
prefiere. Pero yo tengo ya bastante castigo viajando en
estas condiciones. No me venga con que, encima, hay que pagar el doble.
-Es lo que dice el
reglamento.
-¡Es ridículo!
La azafata le
devolvió el billete.
-No entorpezca la
cola, por favor. Hay gente que espera. Vaya a la ventanilla de caja.
El hombre se las
arregló para llegar hasta allí con el billete entre los dientes y rezongando.
Los diez minutos de espera hasta que le llegó el turno no habían contribuido
precisamente a que le mejorase el humor.
-Deme un billete de
pierna para Málaga.
El cajero le miró,
pasmado.
-¿Cómo dice?
-No soy yo quien lo
digo. Es su compañera de facturación. La del mostrador diecisiete. Como llevo
la pierna escayolada, tengo que sacar otro billete.
-¡Ah, sí, claro!
¿Pagará en efectivo o con tarjeta?
-En efectivo.
El hombre tecleó
rápidamente. Un cajón metálico cercano escupió el nuevo billete.
-Vamos a ver…, Málaga, doce de febrero, cinco uno tres, doce
quince; sí, está bien… ¡Oiga! ¿No me ha cobrado de más?
El cajero le miró con
gesto de ofensa por encima de las gafas.
-Por favor,
caballero. Es la tarifa oficial.
El lisiado,
apoyándose contra la ventanilla para no caer, señaló la cifra de su propio
billete golpeándola con los dedos.
-Pues mire, mi
billete vale menos. ¿Qué pasa, que las piernas son más caras que el resto del
cuerpo?
El cajero examinó uno
y otro documento. Luego contestó con un suspiro, como si estuviese harto de
recitar la lección.
-Es por el
certificado de residencia. Usted es residente y tiene rebaja, señor.
-Ah, ¿y mi pierna no?
-¿Qué quiere que le
diga? Son las normas: un certificado de residencia por cada billete.
-Ya veo: lo dice el
reglamento…
El oficinista se
animó al oír la frase mágica.
-Exactamente.
¿Dispone usted de un certificado de residencia de la pierna?
El viajero cerró los
ojos. En su cara se leía un inmenso cansancio.
-Mire usted, amigo
mío, si puedo llamarle así. Yo tengo treinta y cinco años, ¿sabe?
-No, no lo sabía,
pero si usted lo dice…
-Le aseguro que sí,
créame. Treinta y cinco años. Pues bien, durante todos esos años, mes tras mes,
semana tras semana, día a día sin dejar aparte ni uno solo, mi pierna ha
residido siempre conmigo.
El cajero hizo un
gesto de indiferencia.
-Yo no puedo hacer
nada. Son las normas: un certificado de residencia por cada billete.
-¡Oiga, pedazo de
animal! ¡Las normas dirán lo que quieran pero yo no puedo irme al ayuntamiento
a pedir un certificado de residencia de la pierna! ¡Creerán que me he vuelto
loco!
La voz del empleado,
al contestar, reflejaba dignidad, enfado y desprecio, todo a la vez.
-Por favor, no me
insulte: yo le he tratado educadamente. Además, no es asunto mío. Si expido un
billete de tarifa reducida lo tengo que hacer como manda el reglamento.
-Bueno, hombre, si le
he ofendido lo siento. No era mi intención. Mire, le diré lo que podemos hacer
¿Le serviría un certificado mío, de la pierna y el resto, todo junto?
El cajero vaciló.
-No sé… No es lo
correcto…
-Dese cuenta: le doy más de lo que piden las normas. Un
supercertificado, podríamos decir. Pierna y demás accesorios. De la escayola no
habrá papeles, desde luego, pero me parece que podríamos considerarla como un
vestido, o un abrigo, o algo así, ¿no es verdad?
-El reglamento deja
llevar a bordo un bastón, o unas muletas; eso es cierto… La escayola debe ser
algo parecido, en realidad… Mire, creo que haré la vista gorda por esta vez y
le dejaré que me dé el certificado de residencia suyo, el completo.
-No llevo ninguno.
La sonrisa del
empleado era de total triunfo; el suficiente como para agregarle un poco de
magnanimidad.
-¿Ve como no hay que
ponerse nunca en plan chulo? Se lo dejaré pendiente. Tiene usted un mes para
entregarlo en la oficina; allí le abonarán la diferencia. Arreglado.
-No, qué va. De
arreglado nada. Quiero que me traigan una silla de ruedas.
-¿Cómo dice?
-Estoy impedido. No
pretenderá usted que me meta en el autobús con los demás pasajeros, ¿verdad? Me
tienen que poner una silla de ruedas. Lo dice el reglamento.
El viajero cruzó todo
el vestíbulo del aeropuerto en silla de ruedas, con la pierna extendida hacia
delante como el botalón de una nave y las muletas cruzadas sobre los
reposabrazos. Se ahorró la cola del registro de seguridad -la silla de ruedas
no pasaba por el arco magnético- e incluso el trámite de la sala de espera. Lo
condujeron directamente hasta el avión y allí, con la ayuda de un par de mozos,
logró subir las escaleras, estrechísimas, sin perder demasiado la compostura.
Se le acomodó, por fin, en la parte delantera de la cabina, ocupando las dos
butacas a las que tenía derecho.
-¿La pierna tiene que
abrocharse también el cinturón? La azafata celebró con grandes sonrisas la
gracia y le entregó una almohada.
-Le irá bien para acomodarse.
El hombre se calzó la
espalda con la almohada y luego se echó a dormir. El resto de los pasajeros, al
ir entrando, lo miraba con una mezcla de conmiseración y envidia.
El avión despegó,
finalmente, con un retraso razonable. Al alcanzar la altura y la velocidad de
crucero se apagaron las luces que obligaban a mantener abrochados los
cinturones de seguridad y el lisiado, ya despierto, pidió que le ayudasen a
incorporarse. El lavabo quedaba cerca. Una vez dentro de él, abrió la escayola
a lo largo, sirviéndose de un corte disimulado, sacó de dentro de ella una
bolsa de plástico con un arma corta y varios cargadores, la montó, se deshizo
del resto del yeso, volvió a anudar, uno por uno, los lazos que le mantenían
cerrado el pantalón y se dispuso a secuestrar el aeroplano.
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