KABUL,
Afganistán. AP. Desorientada y sola en una ciudad desconocida, Mariam llamó a
la única persona que conocía, el primo de su esposo. Temía que él se negara a
ayudarle porque ella había abandonado la vivienda familiar en la provincia de
Kunduz, en el norte, para partir la capital Kabul con el fin de huir de los
maltratos que él le propinaba. Pero el primo prometió ayudarla.
Aunque él
estaba muy ocupado, le pidió a un amigo que la fuera a buscar, pero éste la
llevó a una vivienda abandonada, la encañonó con una pistola y la violó. Una vez cometida la agresión, dejó a un
lado la pistola y se sentó a ver televisión. Ella esperó pacientemente hasta
que llegó el momento oportuno, cogió el arma, lo mató de un disparo a la cabeza
y trató de suicidarse.
“Tres días
más tarde desperté en el hospital”, relató mientras mostraba la cicatriz que
dejó la bala al rozarle el cráneo.
Del
hospital, Mariam fue enviada a un cuartel policial y de allí a Badam Bagh, el
principal penitenciario para mujeres de Afganistán, donde fue entrevistada por
The Associated Press. Durante los últimos tres meses Mariam ha estado esperando
para saber las razones por las que ha sido encarcelada, cuáles son los cargos,
y cuándo puede irse.
“No he ido
al tribunal; sigo esperando”, expresó.
Aferrada a
un sucio suéter color marrón ante el frío de la cárcel, Mariam está entre 202
mujeres que viven en esa prisión construida seis años atrás. La mayoría de las
presas han sido sentenciadas a condenas de hasta siete años por dejar a sus
maridos, por rehusarse a aceptar un matrimonio arreglado por sus padres o
abandonar la vivienda familiar con su ser querido.
Esos son
“crímenes morales”, expresa el director de la prisión, Zaref Jan Naebi. Algunas de las mujeres estaban embarazadas
cuando fueron confinadas, y otras trajeron a sus chiquillos. Naebi dice que hay
62 niños viviendo en la institución con sus madres. Suelen compartir las
literas, dormir su siesta en las tardes, estar escondidos por una sábana que
cuelga de una litera superior e ignorar los ruidos del cuarto adyacente donde
las mujeres conversan y ven televisión.
El Talibán
fue derrocado en el 2001, lo que puso fin a cinco años de un régimen islámico
férreo que reprimía a las mujeres e imponía leyes religiosas y códigos de
moralidad estrictos. Las niñas tenían prohibido ir a la escuela, salir de sus
casas sin la compañía de un varón y, en algunos casos, se veían obligadas a
vivir detrás de ventanas pintadas de negro para impedir que extraños las
vieran. Estaban además obligadas a vestir la burka, la túnica que las cubre de
pies a cabeza.
En los
primeros años después del derrocamiento del Talibán, se lograron algunos
progresos para las mujeres: se inauguraron escuelas, se les permitió salir de
sus casas, y muchas salieron, con todo y burka. Algunas se presentaron en
televisión, otras fueron elegidas al Parlamento.
Pero los
activistas a favor de los derechos de las mujeres en Kabul sostienen que poco
después del derrocamiento del Talibán, el tema quedó en el olvido y hasta el
presidente Hamid Karzai llegó a hacer comentarios de que el lugar apropiado
para la mujer era el hogar. El Parlamento aprobó una ley que penaliza la
violencia contra las mujeres, pero rara vez se implementa, según la Misión de
las Naciones Unidas para Afganistán.
Un informe
reciente de esa misión sostiene que es difícil siquiera obtener datos sobre la
violencia contra las mujeres en parte porque las autoridades no quieren que se
demuestre lo poco que se está haciendo al respecto.
Aunque no es
formalmente ilegal irse de casa o negarse a participar en un matrimonio
arreglado, los tribunales en Afganistán suelen condenar a mujeres que huyeron
de sus familiares abusadores, acusándolas de adulterio o de “crímenes contra la
moralidad”, dice el reporte.
“La actitud
hacia las mujeres sigue siendo igual en casi todos los lugares, las leyes
tribales son las que rigen y en la mayoría de los sitios nada ha cambiado en
cuanto a la vida de las mujeres. Hay políticas, estudios y hasta leyes
publicadas, pero nada ha cambiado”, expresa Zubaida Akbar, cuya organización de
voluntarios, Haider, defiende los derechos de las mujeres y envía a abogadas o
trabajadoras sociales a la prisión de mujeres para asesorar legalmente a las
presas.
En el
sistema judicial afgano, dominado por hombres, Akbar asevera que aun cuando una
mujer acude a un juez, éste “dice que es culpa de ella y que ella tiene que
volver al marido, que no hay lugar en nuestra sociedad para que una mujer deje
a su esposo”.
La sociedad
afgana sigue siendo profundamente conservadora, dominada por hombres y donde
tribunales locales llamados “yirgas” dictaminan la entrega de mujeres o niñas
para resolver deudas o disputas.
En la
prisión de Badam Bagh, rodeada de altos muros coronados con alambres cortantes,
hay un pequeño espacio abierto donde juegan los niños traídos por sus madres
presas. Cerca de allí, unas mujeres cuelgan su ropa para secar. El edificio de
dos niveles fue construido hace apenas seis años pero ya se encuentra decrépito
y sucio. Las mujeres fuman sentadas en balcones llenos de tuberías de metal y
basura desparramada.
Naebi dijo
que las presas asisten a clases durante la semana sobre temas como aprender a
leer y escribir, artesanía y corte y confección, a fin de que tengan alguna
destreza para cuando salgan de la cárcel.
Dentro del
edificio austero y sombrío, en cada celda hay seis personas en promedio. Las
literas cuelgan sobre las paredes. En algunas de las literas, niños pequeños
duermen bajo cobijas mugrientas mientras sus madres narran su historia.
Nuria, vestida
de marrón de la cabeza a los pies, trataba de callar a su bebé mientras contaba
cómo intentó ir a los tribunales para pedirle el divorcio a su esposo, con
quien sus padres la habían obligado a casarse.
“Yo quería
divorciarme pero él no quería. Yo nunca quise casarme con él, yo amaba a otra
persona pero mi padre me obligó, me amenazó de muerte si no me casaba con él”,
afirmó.
Nuria le
había rogado a su padre que le dejara casarse con el otro hombre. “Cuando fui al tribunal a pedir el
divorcio, en vez de otorgarme el divorcio, me enjuiciaron por irme de casa”,
expresó. El hombre del cual estaba enamorada también fue acusado y está ahora
preso en la notoria cárcel afgana de Pul-e-Charkhi, hacinada y denunciada por
los maltratos que ocurren allí.
Cuando fue
encarcelada, Nuria no sabía que estaba embarazada. Dio a luz en la cárcel.
Aunque el bebé es de su esposo, que ha ofrecido pedirle a los tribunales que la
liberen si ella regresa con él, Nuria se ha negado.
“Ahora
quiere que regrese porque yo tengo al bebé, pero yo le dije que no. Saldré
cuando se cumpla mi sentencia”, en ocho meses, expresó Nuria.
Adia, de 27
años, dejó a su esposo porque era drogadicto y se fue a vivir a casa de sus
padres. Ellos la presionaron a que volviera al marido, quien vino más tarde a
pedirle que regresara.
“En lugar de
ello, me escapé con otro hombre pero no fue por amor; estaba desesperada por
salirme de allí y él me dijo que me iba a ayudar pero no me ayudó, me dejó. Fui
al tribunal, estaba muy molesta. Quería que lo acusaran a él, que acusaran a mi
esposo, pero en lugar de ello me acusaron a mí y me sentenciaron a seis años.
Cuando apelé la decisión me sentenciaron a siete años y medio”, narró Aida.
Con siete
meses de embarazo, Adia tendrá el bebé en la cárcel.
Fauzia no
sabe su edad pero aparenta tener unos 60 años. Contempla apesadumbrada por las
barras de su celda, sentenciada a 17 años de cárcel por matar a su marido y a
su nuera. Con tono sombrío relata su historia y exhibe la herida en su codo,
donde según dice su marido le pegó con un palo. Ella había sido la cuarta
esposa de él.
“Yo estaba
en una habitación, él estaba en otra y ellos estaban teniendo relaciones
sexuales. Encontré un cuchillo y los maté a los dos”, narró.
Zubeida, la
activista a favor de las mujeres, dice que a pesar de los cambios
superficiales, las cosas no han cambiado para la mayoría de las mujeres
afganas.
“Todo es
apariencia, pero cuando investigas más a fondo te das cuenta que en lo fundamental,
nada ha cambiado. Ha sido muy difícil, realmente muy difícil”, aseveró.
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