Aparte de las expectativas
creadas en torno a comprar algunas ropitas para “estrenar” en Navidad, era
tiempo de alguna indulgencia de los padres para que los muchachos nos tomáramos
un trago de vino o ponche y nos
acostáramos tarde (diez de la noche).
Entonces la Navidad no tenía nada
qué ver con disponer de mucho dinero, ni tenía que ver con que un político nos
llevara una fundita o una cajita con alimentos: ese día aparecía para una cena
modesta, aun fuera con el cerdo, el pavo o el pollo criado por meses para ese
día especial (como lo sacrificios del pueblo hebreo).
Para preparar un arbolito de
Navidad bastaba con buscar charamicos en Yuna, recoger papel plateado que
traían las cajetas de cigarrillos, papel de regalos ya usado, y un poquito de
imaginación.
Cuando el consumismo comenzó a
involucrarnos en sus negocios, fueron apareciendo tiendas de electrodomésticos
que te fiaban un buen equipo de música para alegrar la Navidad. Recuerdo que mi
hermana mayor tomaba a crédito uno de estos, pero lo devolvía en enero por
falta de pago. “Perdimos el dinero del inicial, pero lo bailamos bien”, decía
con sabiduría.
Pero algo que no podré olvidar
nunca es el espíritu de reconciliación que traía la Navidad. Era esa, y no
otra, la fecha para recuperar alguna amistad perdida, de “volver a ser
amiguitos” de alguien con quien nos peleamos; también era el tiempo del perdón
entre los familiares, de darse un abrazo entre sollozos, de dejar a un lado el
orgullo estúpido y darle/pedir perdón a un padre, hijo, hermano o vecino, a
veces distanciados por las heridas morales, en un tiempo en que la dignidad nos
hacía muy sensibles a las ofensas. Eso sí que lo añoro.
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