Esas condicionantes, algunos la aceptaron por acatamiento
psicosocial; otros le buscaron respuestas simbólicas, y una gran parte entró al
conservadurismo, pesimismo y se arrodillaron ante la ideología colonialista.
Mandela decidió participar, militar, defender los
propósitos, y asumir junto a otros las demandas sociales: luchar contra el
racismo, la xenofobia, la explotación y esclavitud de millones de negros
sudafricanos que vivían en condiciones miserables; ante un mundo silente,
indiferente, insolidario y desigual.
Asumió el riesgo, aceptó pagar las consecuencias: cárcel,
maltratos, humillaciones, burlas, atropellos, sufrimiento, dolor y privación
por años de su familia y sus amigos. 27 años confinado y encerrado como el
“terrorista más peligroso”. En un ambiente hostil, tóxico e insano, propio para
que un hombre se convirtiera en un animal salvaje, preñado de emociones
negativas: miedo, frustración, vergüenza, ira, rabia, rencor, resentimiento,
odio, sed de venganza, o lo peor aún, negociar, claudicar, ceder los
propósitos, despersonalizarse, adaptarse a las circunstancias para salvar y
mantenerse, o de atrofiar los sueños y esperanzas de los suyos. Madiba (el
abuelo) se creció y adoptó la inteligencia emocional y espiritual; fortaleció
su espíritu y alimentó sus principios, su coherencia y su firmeza,
desarrollando actitudes emocionales positivas: amor, alegría, compasión,
altruismo, solidaridad, felicidad, integración, paz y, mucha tolerancia.
Así llegó a la presidencia. Se convirtió en un estadista que
logra la equidad, la igualdad y la integración de negros y blancos. De una
Sudáfrica libre, independiente, sin exclusión. A sus 76 años, con todo el
poder, lo abandona para no ser uno más que llega y se apropia, ni le seduce, ni
le conquista el poder por el poder.

Ayer lo sembraron, porque hombres como él no se entierran.
Terminó como afirma John Stuart Mill. “Solo son felices los que centran su
interés en algo distinto a su propia felicidad”: la mejora de la humanidad o la
felicidad de los demás.
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